jueves, 1 de abril de 2010

Aproximación al tacto 2

Posiblemente sea el tacto uno de los sentidos menos estudiados y peor tratados por la tradición filosófica. Frente a la dignidad de la vista, que parece ostentar en nuestra cultura contemporánea la soberanía de los sentidos, frente a las teorías de la escucha, incluso frente al refinamiento espiritual del gusto y del olfato, el uno elevado a la dignidad de “criterio de distinción estética” y el otro a la de sinónimo de inteligencia, el tacto no sólo aparece frente a todos ellos como el hermano tonto, ciego y sordomudo de los sentidos, sino incluso, lo que es peor, como el hermano carente de lenguaje. Pues en efecto, el tacto no sólo no habla, sino que parece incluso alejado, como por un ciego destino de la capacidad que en último término dignifica a todos los otros sentidos, que es su relación con el lenguaje.
Por extraña y paradójica que pueda parecer la relación logos/eidos, la relación entre el lenguaje y la visibilidad, es la relación constitutiva de la racionalidad occidental. Más aún, de la realidad occidental. Lo que sea el ser se nos da a ver en el lenguaje. Lo real viene determinado siempre en función del nombre y la apariencia del objeto (la voz y el fenómeno). Logos y eidos(aspecto, idea, esencia y forma) son la constitución última de la realidad. Con ello es fundamentalmente la vista lo que se dignifica, pues el lenguaje no está claro a qué tipo de órgano fisiológico pertenece.
Es curioso que se asocie el lenguaje de un modo privilegiado con la escucha o el oído (tal como hace, por ejemplo, Heidegger), sobre todo porque el lenguaje es tanto del oído, como del órgano de la fonación (la faringe, la laringe, la tráquea, las cuerdas vocales, la glotis, la epiglotis, la lengua, los dientes, la boca, la nariz y los labios); pero también –y como el propio Heidegger bien sabe y repite en muchas ocasiones– el lenguaje es “obra de la mano” (Handwerk). Y sin embargo la lengua, ese órgano romo y obtuso, húmedo y colorado que se encuentra en el interior de nuestra boca tiene, gracias a su proximidad con el lenguaje, una dignidad filosófica e intelectual mucho mayor que el tacto. Las diversas lenguas y el lenguaje mismo parecen derivar su nombre de este órgano tan tonto, en el que sin embargo se ubica por tradición la sensibilidad intelectual del gusto. El gusto así ha conseguido pasar con éxito de ser un mero órgano fisiológico, capaz de distinguir entre lo ácido, lo amargo, lo dulce y lo salado, a establecer a partir del mero “me gusta”, “no me gusta”, el criterio de lo estética, intelectual y moralmente aceptable. A su lado el tacto parece carecer de defensores. Incluso el olfato, un sentido puramente nasal, relacionado únicamente con lo que huele bien y atrae, como sexo o como alimento, y con lo que huele mal y repele, en forma de putrefacción, cadáver y excremento, incluso el olfato mismo ha alcanzado una mayor consideración intelectual que el tacto, al elevarse a la dignidad de la prudencia y de la astucia. El tacto sin embargo, con ser más extenso, más generalizado y fisiológicamente menos determinado (en el sentido de que no sabemos todavía cuál es el órgano fisiológico del tacto) no ha conseguido alcanzar ningún tipo de dignidad intelectual. Salvo únicamente la que considera que “tener tacto” es sinónimo de tener cierta sensatez y cierta prudencia. A pesar de ello el tacto, como quiere el barón D’Holbach, debe ser considerado el padre y la madre de todos los sentidos. Es por así decir el sentido cero o, aún más, el grado cero de todos los sentidos. Es el origen de todos ellos y, tal vez por ello también, el más animal, el más fisiológico, el más alejado o el menos dominado por el lenguaje y, seguramente por ello también, el sentido filosóficamente menos pensado.

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